El también me miraba
Sergio era moreno, tenía 19 años y un físico esculpido, muy deseable. Era de una provincia vecina en mis años de seminario. Habíamos empezado en el mismo curso y desde que lo había visto enfundado en unos jean gastados que le quedaban al cuerpo comencé a desearlo. Creo que mucho más que deseo, era un delirio, como algo inalcanzable, una idolatría donde decíamos amar al único Dios.
Como mi director espiritual me lo había aconsejado, pensar
en Sergio aunque más no fuera unos segundos, era “un mal pensamiento que tenía
que apartar de inmediato”, a veces sin querer apartar del todo lo delicioso de
recordar su cuerpo tan moreno y deseable me producía una erección muy fuerte e
incontrolable. Yo tenía solo 18 años…
Cuando por las tardes íbamos a ducharnos al baño común,
sentía por arriba de la pared baja el agua cayendo sobre su cuerpo deseado y la
erección me ponía loco, cambiaba por agua fría y era peor, al salir sentía mi
cuerpo hirviendo… A veces escuchaba como se jabonaba y yo comenzaba a frotarme
el miembro erecto con jabón y a masturbarme. Apenas unos segundos y explotaba
conteniendo mis resuellos y gemidos. El semen salía abundante y culpable,
mezclado con el agua caliente y el olor típico clorado se sentía en el
ambiente, no era la única vez que lo percibía, pero si eras de olfato sensible
podías decir en cual ducha estaban eyaculando en soledad…
A veces al salir del baño él estaba peinándose sus cabellos
oscuros y brillosos en el gran espejo, solo cubierto por un toallón claro que
no podía disimular el tamaño de su miembro en reposo –era tan grande como el
mío erecto- sus abdominales bien definidos, los bíceps anchos y la espalda
amplia y musculosa. Me miraba de arriba a abajo, y se le notaba el deseo en su
mirada. Una sonrisa leve me abría puertas que yo no quería pasar… No sé sí
quería, pero Dios mío, ¡éramos dos seminaristas!
Apenas me vestía iba a buscar al confesor y con mucha
vergüenza le decía que me había masturbado mientras me duchaba. El, sin
preguntarme si pensaba en un chico o una chica, me aconsejaba rezar, hacer muy breves
mis baños, usar agua menos caliente… Había probado todo… Y Sergio seguía ahí.
Un día, a la salida de clase me dijo si entendía el tema que
explicaron, yo le dije que sí, y él me comentó que no lo entendía. Me preguntó
si podía darle una pequeña clase en su habitación esa tarde. Al principio le
aseguré que lo haría, pero luego me desdije y le expliqué que sería mejor otro
día. El insistió. No pude resistirlo… Quedamos para las 19.
El atardecer ya comenzaba a hacer penumbroso el viejo
edificio. Llegué a la habitación de Sergio con un libro y un cuaderno en mi
mano, me hizo pasar y me sentó en su escritorio. Se puso mirándome de frente.
Eso me incomodó. Comencé a explicarle pero él parecía distraído, me miraba fijo
y al final colocó su mano sobre mi pierna derecha… Me puse pálido y la
respiración se me entrecortó. El siguió mirándome fijo mientras la mano se
deslizaba suavemente hacia mis entrepiernas. Me acarició con suavidad sin
decirme nada y comenzó a mirarme los labios, como si quisiera besarme, yo
estaba confundido, no podía creer que quisiera “pecar” conmigo… El, al ver que
su mano era libre sobre mi pierna se acercó para besarme y yo, poniéndome
rápidamente de pie, con el miembro muy duro, le dije: -Mirá, Sergio, otro día
seguimos… Tengo que irme. –Pero recién empezamos… me respondió incrédulo. Abrí
la puerta y salí de su celda aturdido. Había logrado vencer a la carne… Sentía
una tremenda angustia y a la vez el alivio de no haber cedido.
Pasó el fin de semana, cada uno fue a su casa. Me lo
encontré el lunes y las miradas volvieron a expresar el deseo que nos cegaba.
–Te dejaste el libro
y tus apuntes en mi pieza, querés venir y te los doy? Me dijo con vos insegura,
anhelante. –No, déjalo, no los necesito estos días, luego los busco, le dije y
salí apurado. Al final del pasillo me detuve y me volví para verlo. Seguía
parado en el mismo lugar, mirándome. Entre en mi habitación abatido.
Me sentí tan impotente por no poder tomar ese fruto que me
ofrecía la vida, la juventud. Era mejor así. Esa noche estaba en una mesa
cercana en el comedor, no dejamos de mirarnos durante toda la cena. Nos
distrajimosmos de la conversación con los compañeros de mesa por pensar en el
otro. Al momento volvían la represión y los sentimientos de culpa.
Luego del rosario nocturno me fui a acostar, pero no podía
dormir. Pensaba en él, en la oportunidad de gozar juntos, en el pecado, en la
gracia, en mi juventud…Tocaron a la puerta muy suavemente. Yo salí a ver
distraído y de golpe estaba ahí, tan hermoso como siempre. Con mi libro y mi
apunte en su mano y los ojos brillosos de deseo. –Puedo? Me preguntó. No pude
responderle. Pasó dentro de la habitación. Dejó mis cosas en el escritorio y se
dio vuelta, con el miembro muy marcado bajo el ajustado jean. Me miró de arriba
abajo. Se acercó a la puerta, que estaba entreabierta, la cerro. Quedamos a
centímetros de distancia. Giró la llave trabando la cerradura y me besó
largamente en la boca.
Me sentí caer en un pozo y volar a la gloria al mismo tiempo.
Estábamos como locos, abrazados besándonos como si fuese la primera y última
vez en la vida. Nos desnudamos sin pensar, casi arrancándonos la ropa. Nos
acostamos sin decir palabra y entre besos y caricias nos masturbamos y lamimos
ávidos nuestros miembros. Sumergíamos la cara en nuestras nalgas y las lamíamos
buscando su sabor.
Sergio tenía un miembro grueso y de hermosas formas. Y
tocaba el mío con mucho placer. –Quiero que me penetres, me susurró en el oído.
–Yo te quiero dentro a vos, le dije con ardor
Se pasó la mano llena de saliva entre sus nalgas morenas y
las abrió, eran tan firmes y bien formadas… Me acosté sobre él y lo penetré con
fuerza, tenía un culo ceñido, y eso me puso más ardiente. El contenía el dolor
a medida que yo aumentaba mis empellones contra sus nalgas. Nuestros cuerpos
disfrutaban conteniendo los gritos de delirio. Sentí que un fuego me quemaba
mientras mareado eyaculaba en sus entrañas jóvenes. Estuve unos segundos sobre
él. Dándole besos en la espalda musculosa. Amándolo.
Se levantó. Yo le di papel para que se higienizara y
enjugara su miembro húmedo. Luego lo acercó a mi boca y lo engullí lentamente
hasta que sus testículos tocaron mis labios. Estuve felándolo un largo rato,
sin tiempo, sin lugar.
Presentí lo que quería, por eso mojé bien su miembro con mis
lamidas. Luego Sergio me tomó de la mano y me puso de pie. Me dio la vuelta y
su pene húmedo resbaló suavemente entre mis nalgas. Estábamos parados, el me
penetró apretando mi bajo vientre contra sí. Parecíamos pegados danzando en la
oscuridad apenas alumbrada por mi pequeña lámpara de escritorio.
Luego me acercó a la cama, y sin sacar su miembro enterrado
en mis entrañas, me puso en cuatro. Gozamos los largos besos y los suaves
movimientos del coito. El me masturbaba mientras me cogía. Por mi parte, gozaba
todo y cuando él llegó a su climax yo volvía a derramarme, esta vez en el piso
de mi habitación. Todo era un delirio imparable.
Me volví, nos besamos de pie, desnudos, fundidos en un
abrazo muy intenso. Luego apagó la lámpara y me hizo señas de que me acostara.
Nos metimos los dos en mi cama, teníamos frío. El me abrazó por detrás y nos
dormimos agotados, acunados en la tibieza del cuerpo desnudo de nuestro amante.
A la mañana siguiente, las campanas de San Pedro me
despertaron atronadoras. Estaba solo en la pieza. Sergio ya no estaba con su desnudez tibia a mi lado. Sentí la soledad que sigue a la separación del ser deseado y
disfrutado hasta la locura.
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