Amanece en Fez
Un sol rojizo despuntó el alba marroquí y se derramó por los tejados irregulares de la vieja Fez. Su brillo tenue me despertó en la cama del hotel, luego de una noche demasiado larga. En la cama contigua dormía mi hombre un sueño pesado. Su desnudez morena se dibujaba sobre la claridad de la sábanas y encendía en mi las cenizas aún tibias de un placer casi prohibido, en un país en el que un hombre no puede hacer el amor con otro sin ser oprobio y condenado eterno.
Miré por el amplio ventanal la silueta sinuosa, casi sensual, de la ciudad con su enorme mezquita dando la cara a Oriente, de donde viene la luz y la salvación, según la creencia de la gente marroquí. Era demasiado temprano para empezar la jornada, pero mi avidez de conocer y de vivir aventuras me empujó fuera de la cama revuelta y tibia. Una remera enfundada al descuido en mi torso y mi pantalón sobre la piel sensible de mis genitales me pusieron en movimiento. Las zapatillas oscuras me hicieron ganar la calle con paso rápido y decidido.
Tenía decidido mi itinerario; con firmeza me encaminé por las retorcidas callecitas hacia la Medina de la ciudad, barrio de curtidores de cuero, de comerciantes de especias, tapices y alfombras tejidas a mano con arte milenario. Seducción y temor, sensualidad y castigo son los sentimientos que me empujaban hacia ese exótico y luego temible lugar.
Me vi sin razón entrando en sus calles estrechas y olorosas a clavo, a menta y a canela. Tras un momento, desconocía por dónde había entrado y mucho menos por dónde debía salir, pero mi curiosidad y el presentimiento de un deleite inesperado me atrajeron como un potente imán calles arriba. En el tortuoso camino me movía el instinto, así recorrí bazares y tiendas mirando, sopesando, regateando, para luego recomenzar en cada puertecita mi rutina, una y otra vez, dejándome llevar por la insistencia de los artesanos deseosos de vender al extranjero sus productos y deslumbrar con su oros falsos y sus baratijas de ensueños.
Al salir de la centésima tienda en una callecita oscura y retorcida de la parte alta de la Medina vi a un hombre parado en el umbral de una puerta entreabierta. No podía distinguir demasiados detalles, pero percibía que era un hombrón alto, moreno, en el esplendor de sus cuarenta, naturalmente musculoso por una vida de esfuerzos y pobreza. Me miraba con sus ojos oscuros, de un brillo sorprendente por su raza arábiga y por el polvo de kejel con el que aquellos varones hacen más cautivante su mirada. Sentí un deseo irrefrenable de acercarme a él, y el peligro latente y advertido no fue suficiente para detener mi impulso. Me acerqué con lentitud felina, cachonda. Cuando estuve a un par de pasos del dintel de la puerta él se apartó a un costado y me hizo, con la enorme mano oscura y velluda, un gesto invitándome a pasar. Yo estaba muy excitado y el hermoso sujeto pareció intuirlo. Entré con cautela y al pasar en el estrecho espacio entre la pared y su pecho vasto sentí su olor, el calor que emanaba de su cuerpo viril, deseable. Bajé la mirada y me introduje en la habitación, él cerró la puerta y pasó delante de mi; me hizo nuevamente el gesto de invitación con la cabeza. Pasamos por un par de habitaciones más y al fin el hombre sin nombre ni historia se detuvo en la tercera. Era un espacio estrecho, con un par de almohadones en el suelo y un narguile que humeaba delatando fumadores recientes.
Tuve un intenso temor, quise volverme, salir de la casa y huir calle abajo. El miedo me paralizó. Cuando me di la vuelta choqué con el ancho y oscuro pecho del marroquí. El tomó con firmeza mi mano fría y trémula y la bajó con decisión hasta apretarla contra su miembro muy erecto y dejó escapar un suspiro de puro placer. Al sentir el calor de esa enorme verga no pude resistir; mi mano comenzó a acariciarla y luego a insinuar una masturbación por sobre la tela de su túnica. Mi ansiedad me hizo buscar bajo el lino blanco de su sayo el miembro deseado. Lo tomé, lo saqué con una mano, mientras con la otra me bajaba la bragueta y sacaba con dificultad mi pene erecto para masturbarme. El me tomó de los hombros y me puso de rodillas delante suyo. Sentí el olor varonil de sus genitales mezclados con el del tabaco barato que fuman las gentes vulgares de Marruecos. El me tomó por la nuca con su mano firme y empujó su pene dentro de mi boca hasta que mi cara quedó pegada a su oscuro y abundante vello púbico. Se sacudió mientras me sostenía con firmeza. Yo, sumiso, lamía aquella maravilla oscura deleitándome con su sabor suave y agreste. Luego de un momento sacó su pene de mi boca y me arrojó a los almohadones; luego bajó con fuerza mi pantalón dejando mi culo anhelante al desnudo. Tomó un botellón de aceite de oliva y se untó abundantemente la gruesa verga. Sus ojos brillaban aún más de deseo y gozo anticipado de mis muslos. Luego, se me acercó cegado. Abrió de un tirón mis nalgas. Sentí cómo hundía entre mis piernas el fruto viril hasta que no hubo ni un mínimo espacio entre los dos. El dolor de la penetración con tal verga fue poco comparado con el goce que sentí mientras el hombrón se sacudía dentro de mí, jadeando y emitiendo quejidos roncos de un placer varonil. Yo tenía el miembro erecto y me estaba masturbando, en un instante tanto deleite hizo estallar mi eyaculación en un delirio aumentado por la penetración tan profunda. No había acabado mi largo orgasmo cuando sentí los fuertes latidos de su miembro y el ardor de su semen caliente llenando con abundancia mis entrañas.
Sacó el miembro de un tirón, sin ninguna consideración por mi ano adolorido, se limpió con un trapo y salió de la habitación sin demora. Luego, pasaron unos minutos eternos. Yo todavía seguía en la posición en que me había penetrado, con el miembro semi erecto y la mano empapada de semen casi tibio. Tomé el trapo con el que se limpió mi poseedor y me froté hasta secarme un poco; pensaba huir aprovechando el descuido, pero, cuando me encontraba tratando de pararme la puerta se abrió de golpe; mi sangre se heló. Quisé pedir piedad, pero no tenía ni un hilo de voz. Por la puerta volvió a entrar el hombre que me había poseído acompañado de otro, mucho mayor, quizás de unos setenta años de edad. La mirada lasciva del viejo me hizo caer en la cuenta de la situación: el también venía por mi.
Aterrado por lo que me esperaba quise levantarme, balbucee algunos ruegos en español, pero ninguno de los dos me miró siquiera. El primero en poseerme me sujetó con firmeza; no pude seguir resistiendo, el anciano se levantó la túnica dejándome ver su miembro muy duro. Era mucho más grande y oscuro que el del macho más joven, y su erección era impresionante para un hombre de su edad. Sentí asco y deseo a la vez. Una sensación extraña de repulsión y ardor que nunca había experimentado antes. El viejo se embadurnó la verga con el mismo aceite del bote y sin demora me penetró violentamente, sin piedad. Reprimí por miedo un grito de dolor, creía que el feroz desgarro no me iba a dejar gozar, pero estaba equivocado, los movimientos firmes del enorme miembro lastimando mi recto me excitaron nuevamente. El anciano me hacía gozar como el más delicioso de mis amantes jóvenes y bien dotados. Nunca había estado con un hombre tan mayor y con un miembro de ese porte. Comencé a masturbarme nuevamente mientras le daba toda la cola que podía al viejo y experimentado macho. Al par del minutos el veterano se estremeció y comenzó a derramarse copiosamente en mi interior. Por un segundo pensé en el preservativo que tenía en el pantalón, en los peligros del sexo a pelo, en cuidarme para mi hombre..., pero aquel delirio me hizo apurar con la mano mi segundo orgasmo. Tuve una explosión de gozo al acabar con el tremendo sable del viejo enterrado en mi hasta su empuñadura. Los espasmos de mi eyaculación ceñían su verga inmensa y aún erecta contra mi recto lastimado. Se detuvo al fin y suspiró satisfecho. Miró al otro y sonrió burlón, sacó de un tirón su verga sobrehumana de lo profundo de mi rabo ensagrentado. Su pene estaba brilloso de aceite de mi rabo, y un hilo de semen colgaba desde mi interior hasta el enorme glande del viejo. Sin limpiarse soltó su sayo blanco, le dijo unas palabras incomprensibles al hombre más joven, sonrió socarrón y salió de la pieza dejándome nuevamente en manos de su cómplice. Supuse que el viejo, ya satisfecho su deseo prohibido, se burlaba de mi virilidad, por la risotada que lanzó su interlocutor al oírlo hablar. Sin más demoras el hombrón más joven me levantó de un tirón en la remera y, dándome empujones en los hombros, me llevó hasta la puerta de calle.
Al abrirla me arrojó fuera de una fuerte patada en la espalda, como un objeto que se arroja a la basura sin compasión. Me levanté como pude y dolorido traté de recomponerme. Allí me esperaba una mujer joven, con el típico velo oscuro. Sospeché que era pariente, o quizás la pareja de uno de los hombres que me fornicaron. El macho cerró la puerta con cautela y desapareció. Miré a la joven con rasgos típicos de bereber y ella movió la cabeza como indicando que la siguiera. Apenas me incorporé y con fingida dignidad la seguí. Mientras desandaba con ella esas callejuelas el temor volvió a mi, si es que en algún momento se había disipado. Temía que la mujer me entregara a las autoridades y me acusara de sodomía en un país donde ese crimen se paga con la vida. Mientras mi cabeza hervía con esos pensamientos fuimos pasando por lugares más conocidos, los hombres me miraban y creía sentir desprecio en sus expresiones, como si supieran lo que me habían hecho los dos hombres en la casa calle arriba.
Al llegar a la entrada de la Medina la mujer se volvió y sus pasos se perdieron entre la multitud que bullía en la mañana de Fez.
No volví la mirada. Apuré el paso y tomé un taxi, porque me dolían tanto mis muslos que apenas podía caminar. Llegué al hotel y subí a la habitación sin mirar a nadie. Al entrar observé feliz a mi hombre aún durmiendo, era casi mediodía, pero no lo desperté. Saqué mi pantalón manchado de mi propia sangre lubricada con el aceite de esos placeres. Desnudo, dejé que la ducha corriera por mi cuerpo mientras me tocaba con los dedos el ensanchado anillo de mi ano y con la otra mano me masturbaba buscando mi tercer orgasmo. Llegó con el recuerdo de los dos hombres gozándome brutalmente con sus enormes miembros oscuros. Y las espesas gotas de semen corrieron por entre mis pies hasta ser llevadas por la correntada de agua.
Pude lavar mi cuerpo hediondo a sexo con cuerpos desconocidos y vulgares, pero no pude borrar aquella mañana delirante de miedo y de placer en la Medina de Fez y mi recuerdo se volvió infinidad de orgasmos cada vez que mi mente volaba hasta aquella casa y mi delirio se hacía eyaculación al recordar los cuerpos de aquellos hombres marroquíes.
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