Todo era silencio...
Todo era silencio. Sólo se oía en mi habitación el tic tac de mi reloj despertador, innecesario, porque siempre me espabilaban las campanas grabadas de San Pedro, o algún coro gregoriano de monjes europeos…
Creo que dormía levemente cuando el crujido de la cerradura
me despertó. Como no ponía llave -¿para qué en una casa religiosa?- Tuve miedo
que entrara un ladrón. Quedé petrificado al sentir que la puerta giraba
lentamente y una figura negra se colaba dentro de mi pieza.
El terror no me dejaba respirar. Luego, vi inmóvil que la
figura negra se detenía en medio de la habitación erguida con serenidad; era
alguien joven, vestido de sotana, sin ropa debajo. El inesperado visitante se
desprendía su larga vestidura y quedaba totalmente desnudo en la semi penumbra.
Estaba con su miembro erecto y pude percibir que me veía. En un instante,
cuando me hacía el gesto silencioso de callar con su dedo cruzando su boca, me
di cuenta de que era M., compañero seminarista, quien muchas veces me prodigaba
miradas lascivas y palabras en voz baja exaltando mis formas juveniles.
Al dejar sus hábitos en el piso, se acercó a mi cama y se
inclinó para correr las sábanas. Yo quedé desnudo ante sus ojos y mi pene
erecto evidenció que deseaba lo que no debía desear: el cuerpo de ese hombre.
Instintivamente me corrí para que se acostara y sentí su
cuerpo desnudo tibio rozar contra el mío, el abrazo y el largo beso que nos
dimos nos hizo uno por un instante y me deleitó tanto que tuve que reprimir un
jadeo necesario.
Apartamos escasamente nuestros cuerpos mientras él comenzaba
a masturbarme con suavidad y nos besábamos de modo apasionado. Antes que mis
sentimientos de culpa y mis represiones me angustiaran, el deleite bajó hasta
mis entrepiernas, Alberto lamía mi pene con movimientos lentos y profundos para
no producir ruidos sospechosos. Cuando estuve por explotar en su boca, se puso
boca abajo y se untó el culo con saliva, yo le abrí las nalgas y volví a
escupir en su ano, tomé el miembro y lo sostuve firme hasta que empezó a
hundirse en sus entrañas latientes que recibían con placer mi grueso miembro
muy erecto. Poco duró el deleite, porque sentí que me quemaba por dentro,
apenas pude contener los resuellos de una eyaculación salvaje en su recto. La
represión de mis gestos y de mi agitación pintaron mi silencio de una muerte
delirante, una implosión de lujuria contenida. Nos quedamos abrazados en el
silencio, apenas se escuchaban nuestros jadeos y el sudor corría por nuestros
cuerpos pegándonos aún más.
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